dissabte, 21 de novembre del 2020

Ser luz en la propia oscuridad.

El otro día lloré y por primera vez lo hice por mí. Y no supe siquiera cómo mirarme, solo sé que en ese instante supe que algo fallaba y que había vuelto a no saber encontrarme. Me miré y no era capaz de adivinar qué era lo que sentía o, peor aún, lo que me atormentaba. 

Lloré mientras me preguntaba si el dolor que sentía venía de mí o de alguien, o de cualquier cosa que todavía me doliera. Y acabé descubriendo que todo era mi culpa y aunque tendría que estar acostumbrada a ello, no supe ni qué decirme. Solo sabía que la persona que era justo en ese momento no me gustaba y añoré la versión mía de ayer sintiéndola como la mejor de lo que un día quise ser. Me dí cuenta que había perdido las ganas y la ilusión por el camino, como si no tuviera la certeza de a dónde voy ni dónde me encuentro. Sentía que había perdido el valor de todo aquello que me rodeaba y también de mí misma. 

Estoy segura que si me llegas a preguntar meses atrás, habría sentido las cosas más claras y sabría a ciencia cierta qué era lo que quería pero hoy, ahora, siento que estoy muy lejos de conseguir muchas de las cosas que creía que necesitaba para ser feliz. Pero si me preguntas hoy, solo sé que estoy viviendo de la forma que sé o de la manera que siento que merezco. Aunque a veces tenga dudas de ello. Hoy estoy y sé que eso ya es mucho. 

Lo único que sé es que estoy intentando encontrar la manera de volver a la casilla de salida dónde me sentía a salvo y, conmigo. Porque si sigo mirándome más de la cuenta solo voy a querer huir de lo que siento y, de lo que soy. Es como si lo que hoy tengo fuese una sombra de lo que fue y el mañana lo siento tan lejos que ni siquiera sé cuando va a llegar. Y me da miedo. 

El otro día lloré y por primera vez lo hice por mí. Y creo que lo hice porque estoy harta de destrozar mis propios pasos hacia la felicidad, como si el miedo a que las cosas se tuerzan hicieran que yo misma me avance a ello y destroce todo lo que viene, cómo si así el dolor fuese menos. 

Y estoy cansada porque no sé cómo, ni cuando pero quiero hacerme bien, a mí misma. Todos los días que vengan. Y que el llorar solo se convierta en una forma de canalizar todo lo bueno que viene y que siento que me merezco. Porque el tiempo me ha enseñado que no hay peor dolor que el que tú misma te haces, como si la vida no fuera suficiente para ello. 

Porque quiero mirarme y encontrar luz en lo que encuentro. Quiero girarme y sentir que me tengo, al menos, un poco más que lo que sentía ayer. Porque mientras lo intente, el mañana ya vendrá. Y no importa cómo lo haga. 


-Ann. 



dissabte, 7 de novembre del 2020

Necesito que frenes...

Me da miedo pensar y sentir que la gente avanza a pasos agigantados cuando yo todavía estoy aprendiendo a poner las marchas. Y todavía me da más miedo cuando miro a mi alrededor y aquellos que quiero que se queden, están cinco pasos por delante y ni siquiera les alcanzo. 

La primera vez que supe que la gente se iba de la vida de cualquiera, lloré. 

Lloré y me detuve. Como si quedarme ahí parada fuera a traerme de vuelta a esa persona. Y su falta me aniquiló. 

A partir de ahí tuve que volver a aprender a andar, cómo si hubiese perdido la noción de la vida y de cómo hay que vivirla. Cómo si acabase de caerme de la bicicleta y le cogiera un tremendo pavor a volver a subirme en ella y, a volver a intentarlo. Cómo si ya fuese consciente del daño de la caída y de lo que se siente después.

Pero aprendí de nuevo de que en eso se basaba la vida. En volver a intentarlo una y otra vez.

La segunda vez que sentí que alguien se me esfumaba entre los dedos, también lloré. Lloré de rabia por sentirme incapaz de alcanzarle, por sentir que podría haber luchado más, hecho más para que las cosas fuesen como necesitábamos. Aunque tiempo después entendí que nunca le pregunté qué era lo que él necesitaba. Y su manera de marcharse me dolió un poco menos.

Así que ahí me prometí que disfrutaría de cada paso, de cada instante, como si algo fuese a arrebatármelo. Y aunque seguí sintiendo que la gente avanzaba más que yo también comprendí que, pasara lo que pasara, habíamos tenido la suerte de encontrarnos y vivirnos. Y que dejarlos marchar era otra forma de aprender. Aunque a veces doliera.

La tercera vez que empecé a ver como mi camino se separaba del resto, tuve miedo. Y dudé. Pero seguí caminando porque estaba sintiendo que era lo que más feliz me hacía. Y me alegré de haberles vivido como si se hubiesen ido antes de ayer, aunque solo hiciera cinco minutos que habíamos cambiado de dirección. 

Me da miedo pensar y sentir que la gente avanza a pasos agigantados cuando yo todavía estoy aprendiendo a poner las marchas pero el tiempo me ha enseñado que, pase lo que pase, siempre estaremos hechos de todas aquellas personas que conocemos a lo largo de nuestra vida y, para bien o para mal, eso significa que también seguirán siendo en nosotros aunque ya no estén. Y fue justo ahí cuando me prometí que el después de cualquier persona lo viviría por él, o por ella. Me prometí volver a ese bar a tomarme esa cerveza, me prometí pasear por las calles que un día nos vieron, me prometí trasnochar en una habitación parecida a la tuya pero sin tu olor, me prometí cantarte al oído aunque descubriera al hacerlo que no eras tú. Me prometí, que no importaba cuando os fuerais, ni donde estuvierais, que mi vida sería un tributo a vosotros y a la forma en que me enseñasteis que cada paso cuenta. Sin importar si te sacan ventaja. Sin importar cuándo llegues, ni cómo llegues. Sino viviéndolo a tu manera. Y a tu ritmo. Porque eso es lo único que cuenta. 

Y cuando vivas de esa forma, sólo entonces aprenderás que no importa si no les alcanzas ni la ventaja que te saquen porque justo donde estás, hay quién todavía se queda. 


-Ann.